16. Garabato

Después de un paciente planchado matutino y de una tarde y noche de cuidadosa caminata por mantenerlo intacto, el color avellana del pantalón deja relucir algunas arrugas. No mucho se puede hacer. Garabato sigue descendiendo por la calle, sin mirar a las personas que con equipos de sonido sobre el marco de la ventana se aglomeran en las aceras. Va tambaleante, a pasos menores de diez centímetros, concentrado en controlar el descuelgue potencial de la carreta. Llega hasta la planicie en que termina la loma, se detiene a tomar un aliento moralizante para atravesar la muy inclinada calle que lo separa de casa. Al dar paso, una niña le jala desde atrás el cuero de la chaqueta: “¿Cuánto cuestan los mangos?”, “Mil quinientos pesitos”, “Espere un momentico”. Sin responder, a donde va la niña Garabato mira fijamente, casi rompiendo el vidriecito formado sobre su pupila. La niña regresa con un billete. Garabato suelta el aliento, se remanga y se pone una bolsa como guante. Cuando la niña se va inmediatamente vienen niños desde todos lados. Se acaban los mangos rebanados de encima y así, en plena calle, Garabato saca el cuchillo y rebana y rebana mientras niños y también adultos preparan la compra a su gusto. De momento, todos quieren que se les reciba rápido el dinero. Nadie se va sin pagar pero sí todos ansían la agilidad de viejo manguero. Garabato hace su mayo esfuerzo. Usa la bolsa de guante cuando no debe, en vez de cien devuelve monedas de cincuenta, le reclaman, no les escucha, ya hay mucho ruido, luego les entiende, les hace el cambio. Al fin queda invicto, y solo. Todos regresaron a sus aceras a dar besos y a mirar, abrazados, los fuegos artificiales. Garabato, solitario, mira al reloj y se le derriten los vidriecitos.

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