Después de un paciente
planchado matutino y de una tarde y noche de cuidadosa caminata por mantenerlo
intacto, el color avellana del pantalón deja relucir algunas arrugas. No mucho se
puede hacer. Garabato sigue descendiendo por la calle, sin mirar a las personas
que con equipos de sonido sobre el marco de la ventana se aglomeran en las
aceras. Va tambaleante, a pasos menores de diez centímetros, concentrado en controlar
el descuelgue potencial de la carreta. Llega hasta la planicie en que termina
la loma, se detiene a tomar un aliento moralizante para atravesar la muy
inclinada calle que lo separa de casa. Al dar paso, una niña le jala desde
atrás el cuero de la chaqueta: “¿Cuánto cuestan los mangos?”, “Mil quinientos
pesitos”, “Espere un momentico”. Sin responder, a donde va la niña Garabato mira
fijamente, casi rompiendo el vidriecito formado sobre su pupila. La niña regresa
con un billete. Garabato suelta el aliento, se remanga y se pone una bolsa como
guante. Cuando la niña se va inmediatamente vienen niños desde todos lados. Se
acaban los mangos rebanados de encima y así, en plena calle, Garabato saca el
cuchillo y rebana y rebana mientras niños y también adultos preparan la compra
a su gusto. De momento, todos quieren que se les reciba rápido el dinero. Nadie
se va sin pagar pero sí todos ansían la agilidad de viejo manguero. Garabato
hace su mayo esfuerzo. Usa la bolsa de guante cuando no debe, en vez de cien
devuelve monedas de cincuenta, le reclaman, no les escucha, ya hay mucho ruido,
luego les entiende, les hace el cambio. Al fin queda invicto, y solo. Todos
regresaron a sus aceras a dar besos y a mirar, abrazados, los fuegos
artificiales. Garabato, solitario, mira al reloj y se le derriten los vidriecitos.
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