Imagino a
alguien que todos los días se enfrenta a su fracaso. Pienso en alguien que
sentado en la acera de un café mueve de ansias una pierna, se reclina hacia
atrás mirando al techo y cuelga los brazos sosteniendo un lapicero. Que luego manosea
una libreta muy manoseada en la que se condensan un montón de ideítas, que al
rato mira un libro, o atiende a la música del fondo, con intención de sacarse
frases que sirvan de arranque para algún relato y que, por último, nota que a más
frases más se aleja de lo anhelado.
Imagino que raya
la libreta e inmediato se inclina hacia adelante hasta dar con la frente en la
mesa y que al volver a erguirse cree tener un reset en su sensibilidad. Sin embargo la señora que barre al frente
sigue siendo la misma metódica, y el perro de mirada ladeada sigue siendo el
mismo velón. Imagino que desespera más, que las manos pegajosas, las axilas
calientes y la gastritis no lo dejan conciliar ameno el espacio. Imagino que
empieza a idear un nuevo método, a buscar un nuevo espacio, a realizar un nuevo
inventario con sus rancias ideítas. Imagino que está muy triste.
Quiero pensar,
sin embargo, en alguien que no avasalla ante sus propias ideas. Lo seguiré
viendo llevar de sitio en sitio notas como amuletos, libretas con entradas
fechadas y jerarquizadas, cada vez más grasientas, cada vez más pesadas. Pienso,
y me emociono, que toda su utilería lo burla cada final del día, incluso
mientras duerme, y que en él solo logra pelechar un cariño extravagante por
enfrentarse al habitual reto, al eterno fracaso.
Al fin, que no termine
nada. No sea que le dé por escribir sobre mí y que yo sea el fracasado, yo que
soy Dios.
La dulce, la dulcísima tentación del fracaso. Bienvenido al reto, hermano. Habrá días terribles. Aprovéchelos.
ResponderBorrarY en buena hora por el cariño extravagante.