El frío emanaba de
las plantas en forma de gotas y despedía a la oscuridad. R. salió a la avenida
por el bus que lo dejaría ocho cuadras abajo. Elevó el brazo y agitó un poco la
muñeca, como veía que se hacía, como si se hiciera más visible ante el
conductor. Subió y atravesó el pasillo a pasos largos y bruscos, como empujado
por una divinidad. Llegó a la parte trasera y soltó ambas manos antes de
sentarse. De tres pliegues incrustó el billete de sobra en el bolsillo relojero.
Con las piernas encogidas y tratando de acomodar entre ellas la mochila a
fuerza de puños detuvo la mirada en dos retroexcavadoras que estando cercadas
con mallas naranjas, casi fosforescentes a la luz del amanecer, daban guardia a
pilas de placas y barras de cemento. El bus se detuvo y dejó escuchar y sentir
el estruendo que venía desde el centro de la obra en proceso. El sonido terminó
y las pilas y las placas de cemento quedaron esparcidas sobre la avenida, donde
se empezó formar una fila inmensa de vehículos desesperados.
***
–Mira, esta es la se-ten-ta-y-tres –me
decía moviendo la cabeza al ritmo de cada sílaba–, sólo son ocho cuadras. Tu
papá está en la sesenta y cinco. No te demores más., te digo
–¡Por eso! –respondí tratando de
sonar convincente– si son tan solo ocho cuadras puedo ir caminando. No me
demoro mucho. Que no hay ningún problema con la nomenclatura, eso es lo que no
entiendes.
–¡No, no entiendo! Ya sabes a qué hora es la cita y no la vas a perder por un simple capricho. Sos el que no entiende.
–Mira aquí está para que lo pagues.
–La verdad es que no quiero bajar en bus –insistí por ultima vez, sin esperanza.
–¡No, no entiendo! Ya sabes a qué hora es la cita y no la vas a perder por un simple capricho. Sos el que no entiende.
–Mira aquí está para que lo pagues.
–La verdad es que no quiero bajar en bus –insistí por ultima vez, sin esperanza.
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