5. Poner la navidad en la casa de la señora L.

Son las seis de la tarde de un domingo muy soleado de principios de diciembre en un barrio de un país cercano a la línea del ecuador. Es un barrio de familias emancipadas. Quien decida darse una vuelta por una de las manzanas verá muchas ventanas muchas fachadas siendo decoradas por sus respectivas familias, familias que haciendo equipo de tres de cuatro o de cinco, escasas son las de más de cinco, se las arreglan como pueden para instalar la navidad, sin imaginar nunca en ningún año que a tantas casa vive un electricista o un ebanista que puede ayudar con uno de los indubitables percances que trae esta misión. Una de esas familias es la de la señora L. quien desde las ocho de la mañana está de pie, bregando por tener «su casa» hermosa para cuando oscurezca. Ella dirige: a su esposo encargó de sacar las cajas, desempacar y desempolvar los enseres navideños; a su hija, envolver en periódico y guardar en las cajas que iba desocupando su papá las porcelanas que estuvieron exhibidas durante el año; y a su hijo, de diecisiete años, a que se ocupe de su reblujo, más precisamente, a que no estorbe. La señora L., mientras ellos hacían todo esto, se encargó de la ropa, hizo el almuerzo, dio el almuerzo, dejó reluciente la cocina, decidió y dijo dónde ubicaban los ornamentos mientras echaba lo que «no servía» a la basura, guardó lo que su niña empacó y dio una ultima trapeada. La señora L. tuvo una mañana y una tarde muy agitada. Ahora siente que llega una temperatura y un olor fresco. Apaga todas las luces de la casa y pide a todos que salgan. Abajo todos la esperan, ella conecta las instalaciones y sale a mirar cómo ha quedado su casa.

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