2. Un colchón de ositos

Esta vez Ovidio es del tamaño de un niño y desciende un monte pero galopa en el oso de anteojos de siempre. Tratando de agarrarse mejor del pelaje hace desesperar más al animal. Rebotan contra los troncos y  las ramas el cuerpo les desgarra. La sangre los empapa, sus manos se resbalan del todo. Y otra vez empieza a caer a ninguna parte. Otra  sueño en que tampoco logró dominar a la bestia ni ver si hay superficie, si hay final de caída.
            De un impulso se pone de pie e inmediato el sudor de la frente le escurre en los ojos. A tientas, palmoteando por el escaso metro de suelo que hay entre la cama y la puerta, busca su chaqueta de cuero. Al encontrarla, y reponerse de la vista, riega todo sobre la cama: bolsas negras de diez por catorce, de fino calibre, hierbas, polvos y unas monedas que alcanzan a llenar tres puños. Las separa, ágil, de acuerdo a su valor, y por consiguiente a su tamaño. En una de las bolsas guarda las más pequeñas y las otras, que son minoría, las regresa a la chaqueta. Quita todo lo de encima de la cama, eleva el colchón y lo recuesta contra la pared. Acomoda el paquete sobre otros paquetes que en forma de almohadas se agrupan como ladrillos sobre las tablas.
            Cuando todo vuelve a reposar en horizontal sobre la cama, Ovidio se deja caer de espaldas y se manca una costilla. Arquea la columna, palmotea y encuentra una de las monedas de menor valor. Sosteniéndola con el índice, lima la uña del pulgar contra el oso que en relieve se forma. Así, en minutos logra de nuevo conciliar el sueño hasta que llegue la noche y vuelva a salir con sus artesanías por más monedas.

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